viernes, 7 de marzo de 2008

Revelación


Te me acercaste un día e, infalible,
me enamoré al instante de tus manos
nacidas para abrir sobre las mías
la blanca envergadura de sus alas.
Aceptaste este amor, pero te inquieta
mi corazón sediento de absoluto
que a diario desfallece si no puede
beber del manantial de tu otredad.
Y decretas entonces, cada tanto,
el cierre de fronteras y de aduanas:
despierto un día cualquiera y me descubro
junto a un muro, y mi amor del otro lado.
No puedo resignarme a ese destierro:
saco filo a los versos de un poema
y con ellos fabrico una ganzúa.
Consigo abrir la puerta y me deslizo,
inmigrante ilegal de tu misterio,
deportada de ti una y mil veces
y mil y una insistiendo esperanzada. .
Porque el sueño no acaba; sigue vivo
y, al retornar, parece más intenso
y absurdamente fácil. Bastaría
quizá con un conjuro de tus nombres:
mi tierra, mi país, mi hogar, mi casa,
mi cuna y mi ataúd, mi último lecho;
el puerto de tu boca que es mi puerto,
prolongando su lengua mar adentro
para que el corazón encuentre amarre
en las aguas profundas de tus besos.
No sé por qué, al mirarte, un repentino
aleteo de sábanas me envuelve
y me sofoca el pecho y lo doblega
un vértigo de angustia y de deseo.
Es inútil buscar explicaciones
porque el amor que encuentra finalmente
la salida del propio laberinto
ya no es amor: se ha vuelto geometría.
Jamás te alcanzaré. Así de simple
es la ecuación final de tus enigmas:
por siempre incognoscible, te resguardas
tras el muro de sal de tu silencio
y no hay ojo en el mundo, no hay pupila
que pueda atestiguar tu desnudez.
Nunca habré de alcanzarte: es mi castigo.
El tuyo, que jamás nadie lo hará.

Cristina Longinotti

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