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sábado, 18 de julio de 2009
Ella y yo en silencio
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Anoche no perdoné en tí.
No pude. Te ví tan fría, ausente,
inalcanzable a las palabras amorosas,
que te dejé.
Salí a ver estrellas entonces.
A suspirar con ruidillos de la noche,
bichos escondidos que recuerdan
cómo se canta en lo oscuro
por una migaja minúscula de luz.
Advertí, no imaginé,
que estás más vieja que mis dedos,
más mustia que mis ojos,
¡pero tanta dicha hemos cimentado
con placer, con estímulos,
que están en el vestido que te quitas
y la carne que se exuda con su canción
de gozo primario,
a pesar de reparos lujuriantes!
Hay días así, cuando no sé
perdonarte y nada hicíste que yo
no haya hecho igual, precariamente,
irrazonado, imprudente por querer
apretar cielo y tierra en un puño, desolado.
No olvidé que hemos tenido amor
y aburrimiento y que el espacio nos tiene
por cómplices, nos acomoda, nos tira,
nos induce al filo de navaja, a cruel sendero.
Entre nosotros, empero, han crecido
palabras menos dulces que tus labios
y hemos vuelto a los besos
(que es volver a la boca y al regreso)
y hemos olvidado palabras y lamentos.
¿Cómo será sorber la madrugada
cuando la noche comenzó con tal silencio?
Lo que deseas de mí no lo hablaste
y la noche de anoche, ¿tendrá que repetirse?
... porque el perdón es más que las palabras
y que los besos y que el sortilegio
del tiempo condensado en memoria
de tu piel que ha envejecido,
casi siempre tan fiel y adorablemente mía.
El dolor es exacto
cuando quiere ser dolor
con la vergüenza de los dos.
No te apiadé, ni me apiadaste tú;
por eso hay días,
como ayer y hoy y otros días
ya superados e inútiles,
en que escapamos a la noche
y tajamos con cuchillo de silencio
velo o colcha o mantís, o tenderales,
lo que haya sido: carencia de cobija
o de piel cálida, tu carne...
pero en calles del firmamento,
abro el espacio, uno para los dos.
Carlos Lopez Dzur
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